La senda

Las amapolas

Estos últimos días, en los que he podido disfrutar de los primeros paseos con los niños tras el riguroso confinamiento, estoy presenciando un espectáculo primaveral sin precedentes en una ciudad. Estas semanas de atrás los jardineros no han podido trabajar debido al estado de alarma, así que no han podido cortar las “malas hierbas” que han salido por doquier, a través de cualquier grieta y resquicio. La vida se abre paso en forma de hierba, maleza y flores silvestres en medio de tanta muerte, de tantas de vidas perdidas prematuramente y de tantos sueños truncados. 

Yo vivo en un barrio madrileño como otro cualquiera, pero mi barrio tiene una peculiaridad y es que tiene un gran campo. Un campo completamente erial y florido en medio de Madrid, que me transporta a mi infancia, al campo que yo tenía al lado de mi casa en mi pueblo, en el que jugaba y soñaba, libre y feliz. Al campo de mi niñez le llamábamos “la senda”. 

En “la senda” crecía libremente la hierba y brotaban espigas y todo tipo de flores silvestres: campanillas blancas, jaramagos, dientes de león, margaritas, las amapolas que tanto me gustan y por supuesto, los cardos borriqueros que, ay de ti, si te rozabas con uno de ellos. Hacía ramilletes de flores para mi madre, como los que estoy haciendo ahora en estos días, pero con la diferencia de que ahora no se los puedo regalar a ella. Bueno, me los regalo a mí misma, así que cuando llegamos a casa, pongo el ramillete de flores en un jarrón y les doy la categoría que se merecen.

Todos los años a principios de marzo, el dueño araba “la senda” pese a que no la cultivaba. Me imagino que lo hacía para airear la tierra. Cada día, pequeños y mayores atravesábamos ese campito para ir al mercado, a trabajar, al colegio o a misa los domingos. Pero todos los años, después de que el dueño pasara los arados, “la senda” quedaba completamente impracticable. Cuando caminabas por ella, los pies se hundían completamente en los terrones de los surcos, ya que la tierra quedaba esponjosa y quebradiza. Pero daba igual, enseguida comenzábamos a transitarlo. Al principio era complicado. Se te metían piedras en los zapatos y los calcetines se te ponían perdidos de tierra y polvo. Tenías que ir con cuidado, porque entre lo inestable del terreno y tanta maniobra para no mancharte demasiado, se te podía torcer un tobillo en cualquier momento. Pero al final, poco a poco, día tras día, entre todos y a medida que lo transitábamos, conseguíamos dibujar de nuevo “la senda” en ese pedazo de tierra.

En estos momentos, a causa de la pandemia que estamos viviendo, “la senda” ha quedado completamente impracticable para muchas personas y vamos a tener que, entre todos, poco a poco, echar a andar para crear nuevas sendas, nuevos caminos, nuevos espacios, nuevas formas de relacionarnos, de trabajar y de convivir. Igual que se crean nuevos circuitos neuronales, en el momento en que empezamos a cultivar la atención plena, a practicar la meditación y la autoindagación. Son las nuevas sendas que uno traza cuando dedica el tiempo y la energía necesarios para conocerse a uno mismo.

¿Cuánto tiempo tarda en crearse una nueva senda? Yo no lo sé, pero sí sé que la belleza de la vida está en caminar juntos para crear nuevas sendas a pesar de las dificultades, a pesar de que al principio se nos llenen los zapatos de piedras y tierra. Entre todos vamos a allanar de nuevo el camino. Unidos, con determinación y perseverancia, pronto volveremos a estar juntos para disfrutar de la belleza de las flores y del olor a tierra mojada.

Un fuerte abrazo 😘
Loreto Serrano Nieto.
Enfermera y coach de salud, experta en el trastorno de ansiedad generalizado.

 

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